Chernobyls

Una de las cosas que he observado en mis escuetos 10 años de experiencia como profesor en distintas universidades (8!), es que si vas a dedicarte a trabajar en la academia debes saber que, al menos en el caso de las escuelas de arte, trabajas en un contexto radioactivo.

La larga exposición a las radiaciones de este ambiente produce mutaciones indeseables e incluso la muerte.  Resulta de vital importancia entonces, llevar la indumentaria adecuada -de preferencia chaleco de plomo-, suplementarse con pastillas de yodo cada mañana antes de partir al desayuno, y ducharse bien duchado al regresar al hogar: evitando así el ingreso de cualquier isótopo de origen laboral que pudiese dañar a tu familia y seres queridos.

Debido a la naturaleza de este entorno laboral, asimismo, encontrarás que en estos entornos laborales hay una gran diversidad de trabajadores con diferentes grados de exposición a la radiación: están quienes entraron a trabajar a la central siendo apenas niños, cuando todavía no se reconocían los perjudiciales efectos de los radicales libres y que hoy -ya adultos y persistiendo en el hábito de trabajar en pelotas-, manifiestan una serie de mutaciones que los vuelven incomprensibles para el mundo exterior y atemorizantes para los nuevos operarios.

Esto último es muy desgraciado: particularmente si consideramos que la mayor parte de estas mutaciones son de orden estético (o neurológico), y que más allá de su aspecto monstruoso y distintos tipos de delirio, no hay nada que temer en estos trabajadores.

También están los mutantes sabios, los menos, que llevan siglos trabajando en el reactor aparentemente sin mutaciones: con ellos he conversado mucho y me parecen personas llenas de consejos sabios y generosos; Pacientes y maestros en el arte de hacerse los huevones, conocen al revés y el derecho los recovecos de la central y su reactor. Saben cuáles salas están mejor blindadas, que pasillos seguir para evitar el efecto Cherenkov, como cocinar una liebre mutante, cuales e-mails borrar y cuales responder, y así con otros peligros propios de trabajar en un reactor.

Por último, están los operarios de media carrera, que con años o décadas de experiencia -y tras acusar los efectos de la exposición radioactiva en su juventud- ya entienden, muchas veces tardíamente, la importancia de los rituales de limpieza, el chaleco de plomo y la inutilidad de los sacrificios vanos: no es que no les importe la vida en la central y la energía que esta produce, pero entienden sus propias limitaciones y -si bien gustan de Kafka y Hemingway-, son conscientes de no ser ni tan valientes como una cucaracha ni tan sabios como un lobo de mar.

Intuyen que pasar más horas expuestos a la radiación solo disminuiría el bien que genera su trabajo docente en una juventud lozana que, entrando y saliendo de la central con la rapidez de quien se toma una radiografía, no necesita conocer mejor la central: sino conocerse mejor a sí misma durante su breve estadía en este lugar radiante.